Los últimos cinco días de agosto siempre me han zarandeado. Fruto o evocación de nuestras leches maternas educativas, quizá todos llevamos incorporado el calendario escolar en nuestro adn y estas fechas se nos antojan nostálgicas o melancólicas. El verano agoniza en este cambio climático de turno que se extiende en el sur de España hasta finales de octubre. Sin embargo, el otoño, el verdadero otoño, aún queda lejos —pese al tempus fugit—, y eso es lo que nos sitúa entre la espada y la pared de no morir aún ni nacer todavía a la nueva temporada. Pero cuando entre septiembre, la apisonadora laboral no entenderá de transiciones estivales ni advenimientos de la hoja caída y el fresco bisoño de cada año y habrá que hacer de tripas corazón.
Por eso, estos días finales de mi octava temporada en Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, madrugo aun más que de costumbre, aun más que si las obligaciones estuvieran de por medio. Madrugo aun más para saborear el amanecer fresco de un paraíso natural llamado Asturias, de los primeros pasos por las calles de la ciudad, con sus aromas a café y pinchos en los chigres, las hojas aún ilesas de los periódicos, el cielo blanco o gris, a veces azul, del Principado. Levantarse y ver cada mañana el teatro Campoamor, el parque de San Francisco, con su verdor inusitado, sus gigantescos árboles, sus bancos y sus sombras, el sonido del agua precipitada y en circuito sobre las fuentes, la catedral donde Ana Ozores y el magistral Fermín de Pas escribieron uno de los más bellos relatos de la historia de Oviedo, el mercado del Fontán con su devenir de puestos ambulantes, las bibliotecas abiertas, el olor a sidra en Gascona y el vermú de La Paloma… ¡Ay!
Estos días finales en Vetusta los recreo con mayor intensidad de conciencia, con ese sabor a duración que describía Peter Handke en su colosal Poema a la Duración. Porque, a partir del día 1 de septiembre, llegará el azote de la sauna andaluza, el no poder salir a la calle por riesgo de asfixia, el cielo libre de nubes —sí—, pero contaminado de aire en polvo sahariano, la condena hasta finales de octubre a ser bañado por el maldito —y bendito, pues si no existiera sería todo mucho peor—aire acondicionado. Terminarán en unos días los cafés de especialidad a las cuatro de la tarde debido al riesgo de golpe de calor en los tránsitos desde casa a la cafetería, terminarán las caminatas por la vía verde para hacerlo por la vía amarilla (siempre en el crepúsculo, so pena de morir en la canícula). Tan sólo la presencia cercana de la familia me reconfortará, pero ¡ay mísero de mí y ay infelice, apurar cielos pretendo! pues mi familia de sangre, aún así, la tendré aún lejos, sólo al alcance de los fines de semana.
Y pese a todo, dar gracias por volver y decir que otro verano más disfruté de las mieles de la patria querida, y regresar a un trabajo vocacional con sueldo decente y digno, por disfrutar de la suerte de compañeros de trabajo que me han tocado, pues en mi instituto, el IES López de Arenas de Marchena (Sevilla), puedo presumir de ellos, porque me brindan amistad, me respetan y me quieren. El sentimiento es recíproco. Así que, como Neruda, confesaré que he vivido. No se hable más.