«La interpretación del asesinato», de Jed Rubenfeld, la mejor literatura sobre psicoanálisis en formato novela

literatura y psicoanálisis

Probablemente, La interpretación del asesinato, sucedáneo título de la obra de Freud La interpretación de los sueños, sea el mejor ejemplo de simbiosis entre Literatura y Psicoanálisis. No hay demasiados títulos del género novelesco acerca de la temática, pero Jed Rubenfeld, sin ser psicólogo o psiquiatra, es capaz de mantener la tensión constante que exige el arte de la ficción con el rigor de una ciencia como el psicoanálisis.

Sinopsis de la novela

En 1909, el doctor Freud, junto con su aventajado discípulo Carl Jung, viajan por primera y única vez a los Estados Unidos de América. Allí son recibidos por el psicólogo Stratham Younger, fiel seguidor de Freud, que, junto al detective Littlemore, se verá envuelto en la trama de un asesinato en el que está implicada la paciente a la que tiene que psicoanalizar el propio Younger bajo la supervisión de Freud, la señorita Nora Acton.

Fragmentos memorables

Más allá del argumento de la historia, dedicado a la investigación acerca del autor del crimen, la novela deja, a mi juicio, tres grandes fragmentos dignos de recordar. El primero de ellos es el comienzo del libro. Fíjense qué maravilla de arranque:

«No hay misterio en la felicidad.

»Los hombres infelices son todos parecidos. Alguna herida de hace mucho tiempo, algún deseo denegado, algún golpe al orgullo, algún incipiente destello de amor sofocado por el desdén —o, peor aún, por la indiferencia—, se aferra a ellos, o ellos a lo que les hizo daño, y así viven cada día en un sudario de ayeres. El hombre feliz no mira hacia atrás. Vive en el presente.

»Y ahí está el problema. El presente nunca puede darnos una cosa: sentido. Los caminos de la felicidad y del sentido no son los mismos. Para encontrar la felicidad, un hombre sólo necesita vivir en el instante; sólo necesita vivir para el instante. Pero si quiere sentido —el sentido de sus sueños, de sus secretos, de su vida—, deberá rehabitar el pasado, por oscuro que fuere, y vivir para el futuro, por incierto que sea. Así, la naturaleza pone a bailar delante de nuestros ojos la felicidad y el sentido, y se limita a urgirnos a que elijamos una de las dos cosas.

»En cuanto a mí, siempre he elegido el sentido. Lo cual, supongo, explicaría cómo di en esperar aquel domingo por la tarde del 29 de agosto de 1909, entre la turba sofocante del puerto de Hoboken, la llegada del barco George Washington, de la Norddeutsche Lloyd, que había zarpado de Bremen y que traía hasta nuestras costas al hombre que yo más deseaba conocer en el mundo».

Jed Rubenfeld. Literatura y psicoanálisis
Jed Rubenfeld. Foto © Maria Teresa Slanzi

El segundo fragmento destacable aparece cuando se presenta al protagonista de la novela, el doctor Younger, que además, es el narrador. Younger describe brillantemente el caso de su primer paciente psicoanalítico, una chica llamada Priscilla, que acude a la consulta porque padece una parálisis en la mano izquierda.

«Cuando una parálisis se apodera de toda una parte del cuerpo, de todas las reticulaciones neurales diferenciadas, no es la fisiología sino la psicología la que debe consultarse, ya que este tipo de accesos se corresponden únicamente con una idea, con una imagen mental; en el caso de Priscilla, la imagen de su mano izquierda».

Aquel síntoma había dado la cara tras el entierro de su hermana Mary.

«Tentado estuve de hipnotizarla. Era a todas luces una criatura sugestionable. Pero Freud había rechazado inequívocamente la hipnosis. (…) Decidí, sin embargo, que podía intentar sin riesgo la técnica que Freud había empleado después de abandonar la hipnosis. Y ello me puso al fin en el buen camino. (…) Le dije a Priscilla que iba a ponerle la mano en la frente. Le aseguré que había unos recuerdos que pugnaban por salir de su interior. (…) Y que aflorarían en el momento mismo en que yo le pusiera la mano en la frente.
»—Oh, doctor Younger —exclamó al punto—. ¡Lo he visto! —¿Qué?
»—La mano de Mary.
»—¿La mano de Mary?
»—En el ataúd. Fue horrible. Nos hicieron mirar su cadáver.
»—Continúa —dije.
»Priscilla no dijo nada.
»—¿Había algo raro en la mano de Mary? —le pregunté.
»—Oh, no, doctor. Estaba perfecta. Siempre tuvo unas manos perfectas. Sabía tocar el piano maravillosamente; no como yo. —Priscilla batallaba contra una emoción que no supe descifrar. El color de sus mejillas y su frente me alarmó. Estaban de una tonalidad casi escarlata—. Seguía estando tan bella como siempre. Hasta el ataúd era precioso, todo de terciopelo y madera blanca. Parecía la Bella Durmiente. Pero yo sabía que no estaba dormida.
»—¿Y qué le pasaba a la mano de Mary?
»—¿A su mano?
»—Sí, a su mano, Priscilla.
»—Por favor, no me haga decirlo —dijo ella—. Me da demasiada vergüenza. —No tienes que avergonzarte de nada. No somos responsables de nuestros sentimientos; y por tanto ningún sentimiento ha de causamos vergüenza. —¿De verdad, doctor Younger?
»—De verdad.
»—Pero estuvo tan mal por mi parte…
»—¿Era la mano izquierda de Mary, no es eso? —aventuré. Ella asintió con la cabeza como si confesara un crimen. —Cuéntame lo de su mano izquierda, Priscilla.
»—El anillo —susurró, con la más tenue de las voces.
»—Sí —dije—. El anillo.
»Ese sí era una mentira. Esperaba que hiciera pensar a Priscilla que yo ya lo sabía todo, cuando en realidad no entendí nada de nada. Este engaño era el único aspecto de mi actuación que yo lamentaba. Pero, de una u otra forma, me había visto perpetrando tal falacia en todos y cada uno de los psicoanálisis que había llevado a cabo en mi vida.
Priscilla siguió hablando:
»—Era el anillo de oro que le había regalado Brad, y pensé: «Qué despilfarro. Qué despilfarro enterrarlo con ella».
»—No hay por qué avergonzarse de eso. El sentido práctico es una virtud, no un vicio —le aseguré, con mi habitual agudeza.
»—No lo entiende —dijo ella—. Lo quería para mí.
»—Sí.
»—Lo quería llevar yo, doctor —dijo casi gritando—. Quería que Brad se casara conmigo. ¿No habría cuidado maravillosamente de aquellos pobres niñitos? ¿No podría haberle hecho feliz? —Se ocultó la cabeza entre las manos y se echó a llorar —. Estaba contenta de que Mary hubiera muerto, doctor Younger. Contenta. Porque ahora él era libre para tenerme a mí.
»—Priscilla —dije—. No puedo verte la cara.
»—Perdone.
»—Quiero decir que no puedo verte la cara porque te la estás tapando con la mano izquierda.
»Lanzó un gritito ahogado. Era verdad: estaba utilizando la mano izquierda para secarse las lágrimas. El síntoma histérico había desaparecido en el momento mismo en que había recuperado la memoria cuya represión lo causaba. Ha pasado ya un año, y la parálisis no ha vuelto, ni la disnea, ni los dolores de cabeza.
»La reconstrucción de la historia era de una sencillez palmaria. Priscilla había estado enamorada de Bradley desde que éste había empezado a cortejar a su hermana. Priscilla tenía entonces trece años. No escandalizará a nadie, espero, que afirme que el amor de una chiquilla de trece años puede incluir el deseo sexual, aun en el caso de que tal deseo no sea cabalmente consciente. Priscilla jamás había reconocido esos deseos, o su resultado: los celos que sentía de su hermana, que irremediablemente llevaban a la mente de la chiquilla al pavoroso y oportunista pensamiento de que, si Mary moría, el camino quedaría expedito para ella. Priscilla reprimía todos estos sentimientos, e incluso los escondía de su propia conciencia. Y tal represión era sin duda la fuente original de los dolores ocasionales que sentía en la mano izquierda, que probablemente comenzaron el día mismo de la boda, cuando Priscilla vio por primera vez el anillo de oro en la mano de su hermana. Dos años después, la visión del anillo en la mano de Mary en el ataúd despertó esos sentimientos, hasta entonces soterrados, que a punto estuvieron de aflorar —quizá, por un instante, llegaron a aflorar— a la conciencia de Priscilla. Pero ahora, además de estos sentimientos prohibidos de deseo y celos, existía también la absolutamente inaceptable satisfacción que sintió por la temprana muerte de su hermana. El resultado fue una nueva exigencia de represión, infinitamente más fuerte que la primera.
»Tres objetivos, pues, se hicieron primordiales. El primero: no debía disponer de tal mano; debía librarse de una mano que no llevaba anillo nupcial en el lugar donde deben ir los anillos nupciales. El segundo: tenía que castigarse por su deseo de reemplazar a su hermana y ser la esposa de Bradley. El tercero: debía hacer que la consumación de ese deseo resultara imposible. Cada uno de estos tres objetivos se cumplió a través de sus síntomas histéricos; la economía con que la mente inconsciente lleva a cabo esta tarea es admirable. Simbólicamente hablando, Priscilla se libró de la mano ofensiva, y a un tiempo daba cumplimiento a su deseo y se castigaba por sentirlo. Al convertirse en una inválida, se aseguraba también de que ya no podría hacerse cargo del cuidado de los niños de Bradley, ni, por otra parte, como lo expresó ella misma con delicadeza, «hacerle feliz»».

El tercer y último fragmento memorable se localiza en el tramo final, cuando Younger expone a Nora Acton su teoría acerca de la famosa cita de Hamlet: «Ser o no ser, he ahí la cuestión». Se convierte en una fascinante reflexión acerca de lo que significa realmente ser: no actuar en la vida;y no ser: actuar, hacer teatro en la vida.

«La clave ha estado ahí durante todo este tiempo, en el principio mismo de la obra, cuando Hamlet dice: ¿Parece, señora? No, es. Yo no sé «parecer». Piense en ello. Dinamarca está podrida. Todo el mundo debería estar de duelo por la muerte del padre de Hamlet. Su madre, sobre todo. Él, Hamlet, debería ser el rey. Pero, en lugar de ello, Dinamarca celebra el matrimonio de su madre… ¿con quién, precisamente? Con su odiado tío, que ha subido al trono.

»Y lo que más le irrita es el fingimiento de la pena, el parecer, el vestir de negro de la gente que no puede esperar a festejar los banquetes por el matrimonio y a retozar en las camas como animales. Hamlet no quiere ser parte de ese mundo. Él no fingirá. Se niega a parecer. Él es.

»Se entera entonces de la muerte de su padre. Jura venganza. Pero a partir de ese momento entra en el mundo del parecer. Su primer paso es adoptar un talante bufonesco, para que parezca que se ha vuelto loco. Luego escucha sobrecogido cómo un actor llora por Hécuba. Luego alecciona a los actores sobre cómo fingir de forma convincente. Incluso escribe un guión para ellos, para que lo representen esa noche, una escena que él hace pasar por anodina pero que revive la muerte de su padre, a fin de sorprender a su tío y hacerle confesar su culpa.

»Está cayendo en el dominio de la representación, del parecer. Para Hamlet, ser o no ser no es ser o no existir. Es ser o parecer. Ésa es la decisión que ha de tomar. Parecer es actuar: fingir, representar un papel. He ahí la solución a todo Hamlet; ahí mismo, delante de las narices de todo el mundo. No ser es parecer, y parecer es actuar. Ser, por lo tanto, es “no actuar”. ¡De ahí su parálisis! Hamlet está decidido a no parecer, y eso significa no actuar en absoluto. Si sigue fiel a su decisión, si es, no puede actuar. Pero si decide vengar a su padre, debe actuar: debe decidir parecer en lugar de ser.

»[…] Todo el parlamento equipara no ser con acción: tomar las armas, tomar venganza y así sucesivamente. Entonces, si no ser significa morir, la muerte tendrá de su lado a la acción, cuando no hay duda de que tal título le pertenece a la vida. ¿Cómo ha pasado, pues, la acción al lado del no ser? Si pudiéramos responder a esta pregunta, sabríamos por qué, para Hamlet, ser significa no actuar, y habríamos resuelto la verdadera adivinanza: por qué no actúa, por qué se queda paralizado durante tanto tiempo.

»Para Hamlet, ser o no ser no es ser o no existir. Es ser o parecer. Ésa es la decisión que ha de tomar. Parecer es actuar: fingir, representar un papel. He ahí la solución a todo Hamlet; ahí mismo, delante de las narices de todo el mundo. No ser es parecer, y parecer es actuar. Ser, por lo tanto, es “no actuar”. ¡De ahí su parálisis! Hamlet está decidido a no parecer, y eso significa no actuar en absoluto. Si sigue fiel a su decisión, si es, no puede actuar. Pero si decide vengar a su padre, debe actuar: debe decidir parecer en lugar de ser.

»[…] Toda acción es actuación. Toda realización es representación. No por nada estas palabras tienen una doble acepción. Concebir significa planear, pero también engañar. Fabricar es elaborar algo con pericia, pero también engañar. El arte es engaño. Artesanía: engaño. No hay forma de eludido. Si queremos desempeñar un papel en el mundo, debemos actuar, interpretar. Pongamos que un hombre psicoanaliza a una mujer. Se convierte en su médico, y asume su papel. No está mintiendo, pero está actuando. Si abandona ese papel con ella, asume otro: amigo, amante, marido, lo que sea. Podemos elegir qué papel interpretamos, pero sólo eso.

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